No te enamores nunca de aquel marinero BengalíSe encontró con Carolina en un parque cerca al puente Primavera. El parque se llamaba César Vallejo. Era un lugar absolutamente neutro. Allí nadie los encontraría.
- ¿Dónde estabas?
- Olvidé que tenía que recoger un paquete en La Molina.
Carolina lo besó apenas estuvo a una distancia adecuada. Palpó con las manos, a la altura de la cintura de Mario, la caja envuelta en una bolsa negra. Mario la cargaba con delicadeza, sosteniéndola con ambas manos. Habían acordado verse un par de veces por semana. Coincidieron en que la clave para que algo dure no está en la dedicación, ni en el trato, ni en nada. El ser humano está acostumbrado a despreciar todo lo que se te pega al cuerpo como chicle.
- ¿Cómo se llama tu enamorado? -preguntó Mario, una vez que Carolina recostó su cuerpo sobre el de él, sentados en una de las bancas de aquel parque. Carolina lo miró entonces con un par de ojos redondos y brillosos, pendiente de cada movimiento. Cada frase era crucial. Por lo pronto, sus ojos eran enormes. Y ella decía:
- Renato. Se llama Renato...
Mario asintió.
El pelo de Carolina tenía el mismo olor de su cuello.
- ¿Por qué?
- Simple curiosidad.
Carolina paseó los dedos por el hombro y la camisa de Mario.
En seguida, Carolina le reprochó:
- ¿Sabes? A veces no sé lo que soy. No sé si soy tu amiga o tu aparato para olvidar el dolor.
Mario no supo qué responder.
Poco a poco se fue haciendo de noche. Mario recordó el sol de la tarde y la cara de El Vendedor en La Planicie. Había llegado a aquella casa con una sonrisa en la cara. Era jueves, y de los edificios intactos de aquella zona residencial en La Planicie caía un sol y un aire capaces de matar a Mario.
- Aquí tienes.
El Vendedor le alcanzó un paquete envuelto en una bolsa negra. Mario movió la cabeza de arriba a abajo en signo de aprobación. Luego revisó el paquete.
- ¿Dónde la consigues? -le preguntó.
- Si lo supieras tendría que matarte.
Luego miró a su alrededor y vio los árboles, la pileta y la imagen de César Vallejo. Los postes de luz aún no se habían encendido iluminando el parque de amarillo como en un sueño. Serían las cinco y media de la tarde. El piso estaba helado, y apenas se podían distinguir formas alrededor. Todo estaba cubierto por una especie de neblina. Carolina negó con la cabeza.
- No es justo que le haga esto a mi enamorado.
Mario revisó la mercancía envuelta en aquella bolsa negra. Eran moños de marihuana del tamaño de una flauta partida en varios pedazos. El tallo parecía un lápiz verde y sonaba exactamente igual a uno al romperlo.
- ¿Qué yo hago aquí? -preguntó Carolina, sujetando su cabeza con ambas manos
Mario la miró. En seguida se le cruzó por la cabeza la idea de que ella era muy buena, de verdad, era muy buena. Era bonita. Tenía un aire a la protagonista de una película francesa que había visto hace poco. Le dijo:
- Mira. No me vengas con preguntas existenciales.
Es domingo a la noche en Breña. De las casas se escapa un aire tupido que obstruye los orificios nasales de Carolina. Las paredes de la habitación son verdes. La estructura del lugar colinda con la pequeñez y el encanto de un estilo casi colonial. El aire tupido que obstruye los orificios nasales de Carolina es producto sobretodo de la humedad, como si los años que corrieron por aquella casa en Breña no hubieran pasado en vano. Un extraño sonido hace que se despierte del todo. Reconoce la vibración de su propio celular y se levanta.
- Aló.
- Carolina... -la voz al otro lado de la línea telefónica la desconcierta. No puede creer que sea él, pero continúa.
- ¿Mario?
Carolina se sienta en el escritorio de su cuarto y le pregunta:
- ¿Cómo te va?
- Me siento hasta el culo.
En seguida la risa de Mario se prolonga. Carolina se pregunta entonces por qué se prolonga esa risa, si el dolor que transmite Mario por la línea telefónica es, al menos en apariencia, genuino. Pronto, Carolina se percata del sonido de la calle que llega del teléfono celular (el sonido de la calle frente a la casa de Carolina es casi mudo, lacónico, muy solitario) mientras que donde Mario está parado es un lugar frío, en medio de una calle espantosa, pero de seguro en una zona residencial, parecido a algún lugar que Carolina todavía no conoce.
- ¿Qué te pasa?
Carolina mira hacia la puerta.
- Me siento hasta el culo, eso es lo que pasa.
Un sonido indica que la llamada está por acabar.
El sábado habían salido. Se habían reunido en Miraflores. Carolina lo había abrazado al verlo llegar, estaba segura de que debido a algún inconveniente el encuentro sería infructuoso.
- ¿Cómo estás?
- Bien, muy bien.
Carolina y Mario no se conocían casi, habían hablado un par de veces en el salón, en la universidad, pero nunca habían entablado alguna relación seria o alguna amistad importante o incluso comprometedora. Habían intercambiado mails, por eso estaban allí, parados frente al cine Pacífico.
Pero Mario estaba pálido. Tenía el pelo largo, amarrado en una cola que le caía por la espalda. Una barba incipiente y un sobretodo marrón que cubría el resto de su ropa. Carolina estaba vestida con un jean y una casaca de polar verde, una chompa y una chalina de varios colores que hacía juego con lo demás. Mario había sabido apreciar en otras oportunidades aquel olor de Carolina (olor a colonia, o a perfume, o acaso era su olor natural) que quedaba impregnado en su ropa. Alguna vez, en clase, Mario se había sentado cerca de ella y había percibido un poco de ese olor.
- Te ves mal.
- ¿En serio?
- Sí, te ves muy mal.
Carolina tomó a Mario con ambas manos y lo abrazó a la altura del cuello.
- Pobre. Sé como te debes estar sintiendo.
Una vez, cuando Carolina hacía un trabajo para la universidad, se había encontrado a Mario y a una chica caminando por la avenida Arequipa. Estaban tomados de la cintura y se abrazaban, se daban besos que duraban minutos enteros parados en una esquina, uno al borde de la acera y otro ya en la pista (Mario era unos cinco centímetros más alto que ella) mientras se decían cosas al oído, cosas que ha Carolina le fue imposible escuchar.
El lunes siguiente, antes del examen final, Carolina junto a otra de sus amigas le dijo:
- Te vi.
- ¿Dónde?
- En la avenida Arequipa.
Mario se ruborizó.
- Sí.
Y en seguida:
- Estaba muy bien acompañado. No sabes. No dejaba de besarla.
La chica estudiaba en la misma facultad que ellos. Estaba un par de ciclos atrás, y Carolina y sus amigas apenas la conocían como esa chica de rulitos. La chica era bonita. Un día, en vacaciones, Mario le habló a Carolina por Internet y le dijo:
- Sí. Pero es horrible. No va a durar.
Mario era un tipo alto y de pelo largo. Se decía a sí mismo escritor, artista, paria o nadie esta a mi altura o simplemente, soy un genio. Todos decían que se vestía así porque estaba loco (así loco, a secas) y porque era escritor. Otros decían que no, que eso era un fraude. Que dentro de su sobretodo marrón tenía todo tipo de drogas que vendía a chicos listos en el baño. Una vez, años atrás, Carolina (que lo conocía tan solo de vista) se había percatado de él parado junto a “La casita”, frente al parque Kennedy, con su sobretodo marrón durante el invierno, comprando churros, ofreciéndoselos a lo que podría ser su sobrino y le decía:
- Oye, chibolo. ¿Quieres? Ven, sino no te doy nada -mientras comía churros. Entonces a Carolina le pareció guapo. Le pareció interesante el escaso dialogo que tuvo con el niño (quien se tapó la boca en signo de admiración, y se acercó donde él y le dijo: qué es churo) y lo reconoció entonces como el chico intelectual y aparentemente drogo que para de un lado a otro en la universidad, como todo el mundo, y que se aleja todas las tardes en distintas direcciones. El caso es que aquella tarde, durante las vacaciones de invierno, Carolina esta parada junto a él, y le dice:
- Pobre, sé como te debes estar sintiendo...
La chica con la que salía (aquella chica de rulitos, pequeña, de cuerpo delgado y lentes de montura gruesa) lo había abandonado. Lo había dejado. Lo había echado a la basura. Pero Carolina entonces no estaba segura de nada. Ni la naturaleza de aquella desdicha (la naturaleza clara, lo del abandono era obvio) ni la naturaleza de aquel chico con los ojos rojos y sonrisa y pelo desordenado a la altura de los hombros, con la apariencia de no haber dormido, de no haberse duchado.
Habían quedado en ver la última película de Woody Allen, pero en lo que ahora es el cine Pacífico aquella película no está en cartelera, así que sin tomar en cuenta otras opciones, Carolina y Mario salieron del cine y se dirigieron calle abajo en dirección al malecón.
- Más tarde vamos a Barranco, ¿qué te parece?
Carolina no tenía planeado a ir a ningún lado después de Miraflores. No lo iba a hacer. Sin embargo, dejó que Mario siguiese hablando:
- Me van a estar esperando allí unos amigos...
Mario se detuvo, miró a ambos lados. A la altura del puente Villenas dejó por fin de caminar. Dijo entonces que la había estado pasando muy mal. Habló de los días posteriores al abandono. Días interminables, dijo. Dijo que era como el síndrome de abstinencia. Que mientras estaba ahí parado era horrible saber que ella estaba en otro lado, tal vez pensando en él. Habló de cosas raras. Dijo que no podía escribir, ni leer, que lo único que hacía durante todo el día era ver televisión y comer. Ver televisión y pensar en ella. Dijo finalmente que no le dolería tanto si no estuviera dentro de él. Si no la llevara en las venas.
Carolina lo sintió entonces en el corazón como nunca lo hubiera sentido con otro extraño (aunque no era un extraño del todo, era el chico raro del salón) y acomodó el pelo desordenado de la cabeza de Mario. El la miró como un chico de primaria, con el uniforme hecho pedazos de tela pardusca, por momentos casi amarilla, que se enamora fácilmente de la chica de pelo ondulado que camina por sus sueños pero que en la realidad es (en la dura realidad es) una persona completamente distinta a la que él se imagina.
Entonces Carolina pensó que era muy fácil. Tan fácil que es hacer una buena acción durante el día. Tomó a Mario de la camisa y lo llevó por el parque Kennedy. Le dijo que había cosas peores. Le dijo que no sabía exactamente de qué iba el asunto, pero que de seguro, si ella lo quería (algo que Carolina dudaba, lógicamente) si ella lo quería de verdad, volvería. Pero eso no iba a suceder. Lo sabía Carolina, y en parte, Mario también lo sabía.
Entonces Carolina dijo:
- Tengo hambre, vamos a comer algo.
Y no fueron al cine. Mario pensó en un café. Carolina lo convenció de entrar en un lugar árabe. Estaba frente al parque Kennedy. Solo servían comida árabe. Mario pidió un café. Carolina pidió un sandwich falafel, una cosa llena de verduras con lo que parecen ser bolas de garbanzos tostados. Se comía con una especie de mayonesa aguada.
- ¿Qué tal está?
- Es riquísimo. ¿Quieres probar?
- No gracias. No tengo hambre.
El mozo llegó con el café de Mario. El local estaba lleno de extranjeros. Encima de sus cabezas había un montón de pipas extrañas, de ésas pipas que usan los árabes para fumar solo Dios sabe qué cosas. Mario veía esas pipas intrigado. Carolina le contó que una vez habían sacado unas de ésas pipas y se habían puesto a fumar. El olor era insoportable. Una chica de negro bailaba canciones árabes moviendo las caderas, como en El clon.
- ¿Te acuerdas de El clon?
- Sí. La telenovela brasilera.
- Aja. ¿Te acuerdas como bailaban?
Carolina empezó a mover las caderas.
- Así, ¿ves?
Mario se preguntó entonces qué mierda estaba haciendo allí. Miró otra vez las pipas, y miró otra vez a Carolina moviendo las caderas, explicándole algo acerca de un personaje de El clon que efectivamente era un clon.
- ¿Me estás escuchando?
- Claro.
Mario se preguntó qué mierda estaba haciendo allí.
Carolina terminó de comer. Sonrió, y en seguida quedó mirándolo. Era un buen tipo. Un poco raro, pero era un buen tipo. Lástima que la chica lo haya dejado. Carolina sonrió. Mario no dejó de pensar en la chica de pelo ondulado. Sin embargo, Carolina era muy bella. Había algo en la expresión de su rostro, algo muy difícil de explicar.
Pero la chica de pelo ondulado brillaba. En el recuerdo de Mario aquella chica ocuparía siempre un lugar muy cerca a su corazón. Y quizás también Carolina, y otras muchas chicas más, que descubriría con el pasar de los días.
¿Cómo estar seguro de algo?
Entonces Carolina le preguntó:
- ¿Qué pasó con ella?
- Con quién.
- Con la chica de pelo ondulado.
- Se fue.
- A dónde.
- Simplemente se fue.
Mario bajó la mirada. Le dio un sorbo a su taza de café, derramando un poco a los costados. En seguida le devolvió la mirada y ella puso su mano junto al cenicero. Fue cuando Mario pensó que Carolina no estaba nada mal. Quizá un clavo sí saca otro clavo, pensó, quizá nadie tiene la culpa de nada y todo es un artimaña cruel del destino...
- De qué te ríes.
Mario no pudo evitar mirarla una vez más y soltar una risa.
- Era algo imposible, ¿entiendes? Algo sin posibilidad de supervivencia. La cosa estaba realmente complicada. No pudimos hacer nada, y al final ella terminó cediendo. Dijo que era lo normal.
- ¿Qué cosa era normal?
- Esto, separarnos. Ella admitió que la iba a pasar mal. Dijo que me amaba y que nunca antes había amado a alguien así. Y era como para creerle. La conozco desde que tengo uso de razón así que...
- ¿Desde que tienes uso de razón?
- Digamos que somos amigos de la infancia.
- Ah ya.
- Y sabes lo difícil que es a veces sacarte a alguien de la cabeza.
- De hecho pues...
Entonces se quedaron callados. Carolina pensó en que, al final, no tenía nada claro. Se preguntó qué tamaña tontería estaría ocultando Mario. Le pareció aburrido.
- Todavía podemos ir al cine, si quieres -dijo Mario.
- No. Además, ¿qué iríamos a ver?
- Podemos ver “La guerra de los mundos”.
- No seas idiota.
- Por qué.
- Me han dicho que es malísima.
Carolina y Mario negaron con la cabeza. Luego el mozo se acercó, saludó a Carolina, recogió las cosas de la mesa y se fue. Luego pidieron la cuenta. Ambos, Carolina y Mario, pagaron su parte. Al final, Carolina dejó un sol de propina.
- Siempre vengo a este lugar con mi enamorado -dijo.
Mario continuó caminando.
- ¿Tienes enamorado?
Carolina asintió.
- Sí. Hace dos años.
Continuaron caminando.
- Por qué no me lo dijiste.
- No me pareció importante.
Luego, después de un rato en el que no se miraron las caras, Carolina miró el pasto, la vereda gris que se alargaba.
- ¿Podemos salir mañana? -Preguntó Mario.
Y Carolina:
- No lo sé.
- ¿Por qué?
- Tengo muchas cosas qué hacer..
Carolina se arregló el pelo. La chalina. Dijo que ya era tarde (había empezado a caer la noche) y tenía que regresar a su casa cuanto antes. Al final, antes de tomar el micro, Carolina le dijo:
- OK, trataré.
Se encontraron frente a la Biblioteca de Barranco. Carolina vestía un pantalón marrón, una camisa a cuadros y una casaca. Su pelo estaba amarrado en una media cola y llevaba un par de lentes que Mario no recordaba haber visto jamás. Caminaron en dirección al mar.
El día estaba pálido y pareciese como si en el cielo las nubes se trasladaran con un mínimo de esfuerzo hacia la nada. Habían llegado a determinado punto, caminando por el malecón de Barranco, cuando Mario dijo:
- Creo que me equivoqué.
- ¿A qué te refieres?
- Creo que lo arruiné.
- ¿Qué cosa?
- Todo.
Carolina asintió. Cruzó los brazos en un intento vano por calmar su ansiedad. Luego Mario torció una sonrisa (llevaba aquel sobretodo marrón, una camisa negra y un pantalón, llevaba también una bufanda y un par de lentes de cristal) y le dijo:
- Creo que he empezado a quererte.
Carolina sonrío.
- No sabes lo que estás diciendo.
Miraron el mar. El sol era un espectro blanco apenas visible tras el cielo gris de Lima. En invierno no hay atardeceres, no. Nada más anochece. Cada minuto se hace progresivamente de noche.
- No he vuelto a hablar con ella.
- ¿Te refieres a la chica de rulitos?
- Sí. No he vuelto a hablar con ella.
Mario fumaba un cigarrillo, usaba guantes negros.
- A veces me pregunto qué estará haciendo.
- Creo que te gusta torturarte
Y en seguida:
- ¿No has pensado que en cualquier momento puedes conseguir a alguien mejor?
Mario miró el piso. El cigarrillo yacía ahora aplastado, a medio fumar. Entonces Mario habló:
- Por eso estoy empezando a quererte, ves las cosas desde un punto de vista que yo sería incapaz de ver.
Carolina rió.
- No sabes lo que estas diciendo.
La expresión de Mario dejó de ser la de un chico con problemas sentimentales. Escuchó la risa de un transeúnte y un par de turistas hablando en algún dialecto incapaz de comprender. Mientras en frente suyo, Carolina le da un golpe con la palma de su mano, diciendo: qué tonto eres, antes de besarlo.
Fueron a ver una obra de teatro. Trataba de unos tipos en pijama que interpretaban personajes como “El General y La Sirvienta” o “El Juez y El portero” en varios actos, todas son escenas con un fuerte contenido social. Además, los actores llevan máscaras de distintos animales, así que tenemos, por ejemplo, a un “Gran Explotador” con cara de cocodrilo verde hablando por teléfono y gritando.
Carolina mira el escenario prestándole atención a todo, mientras que su celular vibra (cada veinte minutos llama alguien) pero ella no contesta, se limita a apretar un botón cada vez que esa cosa emite vibraciones. Luego vuelve a quedar mirando el escenario, como si no le prestase atención a Mario.
- ¿Te gustó la obra?
- Sí, estuvo buena.
Caminaron por Pedro de Osma.
Mario no sabía exactamente qué hacer, pero con seguridad abrazó a Carolina por la cintura. Luego miró el asfalto mientras avanzaban cogidos de la mano. Y Carolina tenía una extraña expresión en la cara, como si lo que estuviera haciendo de gustara mucho aún sabiendo que está mal.
- ¿Y te gustó la obra?
- Sí. Ya te dije que estuvo buena.
Mario había intentado llamar la atención de Carolina de muchas maneras. Había pasado los dedos por su brazo y Carolina lo había mirado con un par de ojos soñadores, como diciendo: ¿qué pasa? Y Mario miraba el escenario, y luego volvía a llamar a Carolina, esperando a que de un momento a otro sus bocas chocasen y se quedaran pegadas para siempre. Pero eso no sucede, es más, nunca va a suceder.
- ¡Es una maldita perra! -grita aquel tipo de pijama gris, el “Gran Explotador”, con cara de cocodrilo verde, mientras habla por teléfono y bebe de un vaso con lo que parece ser whisky.
- Oye -dijo Mario llamando la atención de Carolina.
Carolina se acercó un poco más. Mario pudo percibir un poco de ese olor.
- ¿Qué?
- Nada, olvídalo.
Una vez en la calle, Carolina le dice a Mario:
- Te ves triste.
- Es que soy una persona muy triste.
- ¿Y ahora qué vamos a hacer?
- Podemos ir a un lugar, a beber.
- ¿A dónde?
Era un local en una esquina, un lugar llamativo, al fondo los clientes podían fumar marihuana con tranquilidad. Habían cuadros. Cosas colgaban del techo. En la parte de al fondo había un cartel con la imagen de un niño rubio cazando mariposas: See Jimmy trip. Trip, Jimmy, trip.
Se sentaron cerca a la puerta en un sillón. Era temprano y había poca gente. Apenas se sentaron, se miraron las caras y no supieron qué decir. Todo olía a incienso y a Carolina le pareció extraño. Estaban sonando Los Abuelos de la Nada. Junto a ellos, una chica con una especie de delantal preguntó si iban a pedir la oferta:
- ¿Qué oferta? -preguntó Carolina.
- Dos jarras por diecinueve soles.
Era temprano y había poca gente.
- OK.
- Una cosa más -dijo la chica del delantal-, la mesa está reservada.
Señaló una especie de letrerito.
Se pusieron de pié. Avanzaron entre las mesas y las sillas y se estacionaron frente a un espejo que colgaba inclinado y ocupaba casi toda la pared. Carolina se sentó dándole la espalda. Empezó a sonar “No te enamores nunca de aquel marinero Bengalí”. Mario la empezó a cantar. En seguida dijo:
- Qué gay...
Y siguieron sin decir una palabra.
Miguel Abuelo empezó a improvisar instrumentos y a correr por todo el escenario. Era un concierto en alguna parte de Buenos Aires. Lo estaban pasando por DVD en un rincón del bar.
- Mario -la voz de Carolina sonó desde el fondo de sus pulmones.
- ¿Qué pasa?
No dejaba de ver la pantalla del televisor. Un físico culturista negro ha subido al escenario. Tiene el cuerpo cubierto de aceite dorado. Sus pectorales y sus músculos brillan por la luz de los reflectores. Empieza a hacer poses y sus músculos se hinchan. Se tensan. El físico culturista sonríe. La gente se ha vuelto loca.
- ¿Vas a besarme?
- Claro que voy a besarte.
Mario no deja de mirar la pantalla del televisor.
- Hace rato yo te besé, sentí que tú también querías hacerlo...
- Claro que voy a besarte.
- Y no quiero sentir que no te animas, ¿ves? Me es muy difícil.
Mario asintió. Miró la pantalla del televisor. Carolina se sintió mal. De un momento a otro, Mario la besó.
- Era increíble -dijo Mario- parecía que aquel tipo iba a convertirse en un maldito insecto...
Le contó historias. No parecía, pero Mario era bueno contando historias. No era temprano y había un montón gente. La chica del delantal se llevó las jarras vacías y trajo dos más.
- Era absolutamente kafkiano...
Carolina siguió con la cabeza el compás de la música. Tenían que hablar gritando, y es por eso que Carolina prefería no decir nada. Mario le explicó que en el departamento de aquel tipo había un piano y cuadros. Por el DVD pasaban ahora un anime porno. La música era una mezcolanza entre Rolling Stones y Manu Chao.
Entonces Mario no se acordó de todas esas mañanas que amaneció perturbado. Y Carolina no pensó en los domingos que almorzó junto a Renato en su casa, ni en los largos paseos por el parque. No pensó en su relación de más de dos años. Pensó en Mario y aquella historia. No en el tipo que está a punto de convertirse en un insecto. Ella pensó en cómo la contaba. Y por primera vez se percató de los ojos negros de Mario. Y Mario pensó en acabar la cerveza y llevarla a algún lugar dónde estar a solas, un lugar no dentro de un espacio público, una habitación, acaso un mueble, un auto, algo, cualquier cosa, se conformaría con una habitación con las paredes cerradas en sus cuatro costados.
Acabaron la cerveza. Mario le dijo a Carolina que se iba al baño. Se lavó las manos después de orinar, y sacó un cigarro de marihuana. Lo prendió. Cuando estaba a la mitad de la fumada, un tipo de cara delgada y dreads le pidió una pitada. El tipo de deads estaba orinando. Le pidió que por favor se lo alcanzara a la boca.
Mario salió del baño asqueado, tenía una expresión horrible en la cara. Carolina le preguntó si le pasaba algo.
- Nada más un tipo en el baño.
Mario miró a los costados. En seguida le dijo:
- Vamos a otra parte.
Caminaron por Barranco. La cerveza y el viento helado que atravesó los árboles verdes y frondosos de Barranco, produjo en Carolina una especie de mareo fofo. Por lo que Mario la tuvo que abrazar todavía más, y cuando llegaron al malecón de Barranco la cosa ya se había puesto interesante. Mario no dejaba de besarla, y Carolina simplemente se dejaba llevar.
En eso dijo:
- Creo que es hora de irme a mi casa.
Pero Mario no la dejó ir. Apoyada contra la pared, Carolina solo entendía que nunca antes en su vida había sentido esa mezcla de ardor, comodidad y comezón aliviada.
- Mejor me voy a mi casa -dijo.
Mario no lo sabía en realidad, pero el afán que tenía por Carolina era más que un afán físico (sí, por momentos ella era muy hermosa, sobretodo cuando la tenía tan cerca) era un afán por lo imposible. Era la tentación al fracaso, un fracaso más estrepitoso que el anterior, más vulnerable. De ninguna manera era el placer que sentía al hacer desgraciado a otro, de quitarle la mujer a alguien. Era la aventura, desafiar al amor, un juego en el que el único que podía perder era él.
Pero eso Mario no lo sabía en realidad.
Mario, Miguel y Droguerto caminan por la avenida Aviación desafiando el viento helado que corre por la calle y el asfalto, humedecido hasta las lágrimas por aquella lluvia fría, transparente, casi glaciar. Habían llegado al departamento de Miguel aquella noche, cerca a las ocho, compraron cerveza y se encerraron en su cuarto a escuchar música. En determinado momento de la noche, alguien sacó un poco de marihuana y se pusieron a fumar. En seguida la conversación se fue volviendo monótona, convencional. Se perdieron en monólogos individuales medio entrecruzados y lapsos a escala tipo “telefono malogrado”, tan popular cuando eran niños, ahora tristemente practicado de forma inconsciente. Luego salieron a comprar más cerveza o se dirigieron a uno de ésos karaokes tan extraños, solo para quedarse afuera sin hacer nada, sin animarse si quiera a entrar, sosteniendo sus latas de cerveza fuertemente desanimados por la noche, o muy drogados, y luego siguieron caminando, desafiando la lluvia y el estrés, y un estilo de vida complicado. A Mario le iba bien caminar con su sobretodo marrón aquella noche, por más que estuviese pasadísimo de moda y los colores no combinaran, por más que contrastara con la oscura ciudad a esas horas, y los postes de luz a lo alto.
- Dicen que hay un túnel debajo de la avenida Aviación. Dicen que es enorme. No sé cuántos metros tenga. Pero es enorme, ¿sabes? Y lo peor de todo es que nadie sabe para qué funciona o cuándo lo han construido. Nada más está ahí, desde siempre...
Estacionan sus aletargadas cabezas bajo la sombra de los edificios que algunas veces son hostales y otras lugares de comida al paso. Luego vuelven a perderse por una calle desolada, escondida en una de las esquinas de la avenida Aviación. El 28 de julio está cerca, y es por eso que de las casas penden banderas peruanas enrolladas en sí mismas, alicaídas por la lluvia.
- Entonces, la huevona me dijo -Mario aguantaba el humo de la marihuana en sus pulmones, era incómodo conversar así. Pero con la droga todo se hacía más interesante.
- Qué te dijo, huevón.
Mario tosió y formó una nube de humo.
- Dijo que me quería “sólo para ella”, ¿entiendes?
- ¿Qué?
- Ya sabes, estaba excitada.
- Entiendo -dijo Droguerto.
- No sé. Fue raro, huevón, de verdad fue muy raro.
- Estaba excitada pues -dijo Droguerto, cogiendo el wiro.
- Sí, pero...
- ¿Su enamorado?
Miguel y Droguerto formaron sendas sonrisas.
- Sí huevón -dijo uno de ellos, asintiendo- te van a aplastar, como a un maldito insecto.
Empezaron a caminar.
Mario le dio un sorbo más a su cerveza.
- No sé, fácil con él... nada. ¿Entiendes?
- Mario. No seas loco.
- Sí, Mario, no seas tan loco.
Entraron a un local de ésos de comida al paso. Habían un montón de mesas y gente, todos estaban comiendo. Miguel y Droguerto pidieron caldo de gallina.
- Con harta cebollita china.
Mario ordenó un filete de pollo con papas fritas.
Trajeron los platos. Habían tomado cerveza y fumado mucha marihuana ya, y ahora tragaban como cerdos. Entre los tres pidieron una fuente grande de chicharrones. Alrededor de ellos el mozo distribuyó un montón de cremas: ketchup, mostaza, mayonesa, etc. También cebollita china. Miguel y Droguerto la echaron sobre su caldo de gallina hasta que se acabó, y entonces pidieron más.
Continuaron hablando de Carolina. Era el tema de la semana, o del mes, o quien sabe, era el tema del año entero. “Cómo Mario podía ser tan hijo de puta”. Era un tema que el propio Mario había escogido. Era caprichoso. Era prácticamente una telenovela melosa hasta las lágrimas, imposible de ver.
Cuando trajeron la fuente de chicharrones, Miguel y Droguerto ya habían empezado a tomar su caldo de gallina y se reían: estaba lleno de cebollita china. Mario estallaba de risa. Luego empalidecía. Es demasiada comida, pensó. No lo pudo soportar. Se levantó de la mesa y se fue.
- Voy afuera a morir -dijo.
- ¿Puedo quedarme con tus papas fritas?
- OK.
- No entiendo qué te pasó -dijo Carolina. Estaban sentados en un parque en Miraflores. Era un parque algo alejado, pequeño, cerca al IPCNA de la avenida Angamos. Era 28 de julio. Se alejaron del parque Kennedy porque estaba infestado de gente. Era jueves.
- Se me bajó la presión, eso dijeron en el hospital.
Mario tenía heridas en el rostro, algo amoratadas, algo cicatrizadas. De todos modos parecía como si alguien le hubiera partido la cara.
- ¿Dónde te caíste exactamente?
- En la avenida Aviación.
Carolina tocaba el rostro y las heridas de Mario. Lo trataba como si el accidente acabara de suceder.
- Fue el sábado -apuntó Mario.
- Sí, pero se ve que estuvo dura la caída.
- Fue contra el asfalto.
- ¿Qué?
- Me caí de cara contra el asfalto.
Carolina hizo una mueca de dolor. En seguida siguió acariciándolo.
- Bueno, de qué querías hablarme -preguntó Mario.
Carolina bajó la mirada. Llevaba un polo y una casaca marrón (ésa casaca que tanto había visto Mario, una y otra vez desde junio, y que no quería dejar de ver) y debajo de la casaca llevaba una camisa a cuadros, chiquita (en comparación con la de Mario) y desabotonada, que dejaba ver un polo negro con el símbolo de Batman de Tim Burton.
- He estado pensando toda esta semana...
- Aja.
- No es que quiera dejar de verte, Mario.
Se preparó para uno de aquellos momentos llenos de pánico, en los que la persona a la que amas está a punto de abandonarte. Se sintió tan bien pasando por aquello otra vez. Una desazón más grande que la anterior, o más pequeña, o quién sabe: absolutamente insignificante. Una raya más al tigre. Esto es tan adolescente, pensó Mario.
- Pero las cosas son como son.
- Sí te entiendo. Claro que te entiendo.
- Solo pienso que es injusto.
- Claro que es injusto -dijo Mario.
- Sé que tú y yo nos llevamos muy bien.
- Eres la chica que siempre he querido para mí -dijo Mario.
- Exacto, tú también lo eres. Eres lo que siempre he querido.
Se miraron a los ojos. Se aguantaron un beso. Siguieron discutiendo.
- Pero es imposible.
- Imposible.
En seguida, Mario agregó:
- Claro. Sino, no tendría gracia.
Carolina asintió.
- Tienes razón.
- Mira, no sé tú, Carolina, pero yo te amo.
- Eso. Yo también te amo.
- Pero no conozco a tu novio. - Dijo Mario.- Y se puede decir que lo nuestro es punto aparte.
Carolina se quedó pensando un rato. Mario sacó un cigarrillo y se puso a fumar. Era 28 de Julio. La tarde caía. El mensaje presidencial estaba en boca de todos. Cuando Mario se dirigía al encuentro con Carolina, en el micro, después de almorzar, el presidente seguía dando su discurso, y por la radio (por todas las radios y canales del país) se oía aquella voz. Hablaba de cifras y de cosas de ése tipo. Nadie lo escuchaba. Todos miraban por la ventanilla el cielo gris de la tarde. Alguien preguntó: ¿sigue hablando este huevón?
- Esto es horrible -dijo Carolina, una vez que se percató de lo complicado que era aquella situación.
- ¿Por qué dices eso?
- No quiero separarme de ti.
Mario la abrazó.
- Siempre vamos a estar juntos -dijo.
Se besaron. Chocaron labio contra labio. En seguida Mario sintió aquella necesidad. Era el cuerpo de una chica, y era el mundo entero de esta chica lo que estaba pendiente entre sus brazos. Pero no era más que una buena amiga, en realidad, algo enamorada, ilusionada, cansada de su relación formal, desahogando un montón de deseos hasta ahora reprimidos, ahogados en comida que ahora eran kilos de más, y una aventura casi insignificante. Mario, con su sobretodo marrón, tez blanca, pelo desordenado y negro, barbilla y moretones del fin de semana, era un chico interesante. Era un buen partido. Y Carolina se jugaba su reputación. Todo por ese cuerpo y esa promesa.
- Mario, lo que hago esta mal.
- No esta mal. Solo dices que esta mal porque los demás dicen que está mal.
- Es hacerle daño a otra persona. Quiero estar contigo, pero antes debo terminar con Renato.
- No seas tonta -dijo Mario, señalando el cielo gris de Lima-, te vas a quedar sola.
- ¿Y tú?
- Yo sólo estoy de paso.
Carolina frunció el ceño. Más bien, miró de reojo a Mario largo rato, hasta que se cansó de eso y achinó tanto los ojos que tuvo que mantenerse inmóvil largo rato. Finalmente dijo:
- Un momento dices que me amas y al siguiente sólo estás de paso.
- Es que es cierto.
- Vete a la mierda -le gritó Carolina, y luego desapareció calle abajo.
Soñé que era setiembre y estaba otra vez en la universidad. Estaba sentado en una banca frente al campus, cerca de la facultad donde estudio. Leía un libro que leí en la época que salí del colegio: American Spycho. Estaba leyendo ese libro abrigado con una chompa negra, un polo también negro, jean y bufanda. El viento corría en dirección opuesta a mí y desordenaba mi pelo. Se me hacía difícil leer. Alrededor mío solo transitaba gente a la que no le interesaba nada en lo absoluto, y estaban allí circunstancialmente. Todos conversaban y parecían felices, tenían expresiones horribles en el rostro. De pronto salió un sol transparente y amarillo que puso el cielo azul y calentó nuestras cabezas, aún teniendo el cuerpo frío debido al invierno. Lo malo del sueño era que no pasaba nada, que continuaba intentando leer mientras esperaba alguna clase, sentado en el patio de la facultad, frente al campus. Y la gente avanzaba, todos parecían muy seguros de saber lo que estaban haciendo allí. Nadie parecía estar fuera de lugar. De pronto esa sensación remota, parecida a una sensación que no tenía hace tiempo, esa sensación de estar siendo observado...
Mario se despierta y lo primero que hace es estirar su brazo en dirección a su mesa de noche, abrir un cajón y sacar una pipa. Cuando se ha sentado y a prendido la televisión, busca debajo de su cama la caja de un rompecabezas de más de 10 000 piezas, lo abre y busca moños de marihuana. Encuentra dos. Los deshace, los coloca en la pipa y se los fuma. Cuando su habitación se ha llenado de humo, decide abrir la ventana y mirar la calle con dureza (se ven sobretodo árboles, techos sucios que son casas y más edificios, hay un parque cerca) el cielo gris de Lima, esa mañana más oscuro de lo habitual.
Mario prende un incienso.
¿Por qué soñó con ella?
Atraviesa la sala, llega al comedor-cocina sin dificultad, y se prepara un pan con jamón y queso. Hacía mucho tiempo que no pensaba en la chica de rulitos. Más de un mes que no tenía noticias de ella. Cuando las personas se separan es así. Uno siente que ha perdido contacto, pero quedan aquellos recuerdos que torturan la mente, que son como fantasmas que caminan por tu casa y tocan tus cosas.
Después de comer se dirige a la sala, y allí se sienta en el sofá. Se echa. Prende la televisión y el DVD. Droguerto le prestó un concierto de Los Abuelos de la Nada en Luna Park 1982, decide verlo. Durante la canción “No te enamores nunca de aquel marinero Bengalí” sube al escenario aquel físico culturista negro. Luego de un rato se pone a hacer pesas. La cosa empieza a volverse desquiciada. La cámara lo capta bien. Sus músculos son tensos y brillan aún a contraluz. En otra canción, más adelante, sale lo que parece ser un Drag Queen escupiendo fuego (o quizá sea una vieja de circo, no se entiende bien). Luego, Calamaro saca una pistola de juguete y la hace sonar por el micrófono diciendo: ¡mamá! ¿adónde vamos? ¡mamá!... ¡mamá!... Droguerto dice que Calamaro allí tiene entre 23 y 24 años.
Mario camina dando pasos cortos. Contempla lo que se puede ver de la ciudad por la ventana del departamento donde vive. Algunas casas y edificios siguen llevando la bandera peruana a pesar de que ya empezó agosto. Finalmente piensa en el sueño que tuvo, en el que vio a la chica de rulitos en el quinto piso de su facultad. Tanto tiempo sin tener noticias de ella y ahora esto. Un estúpido sueño. Y le gustaría tanto haber soñado con cualquier otra. Pero uno no elige los sueños, ni el orden en que están almacenados los recuerdos.
- Aló -cuando contesta suena desgastado.
- Mario.
Reconoce aquella voz. Es Carolina. Se sienta en el sillón. El DVD de Los Abuelos de la Nada ha terminado y la pantalla del televisor luce azul. Mira el reloj con forma de gato colgado en la pared de su sala y se da cuenta de que ha dormido más de tres horas. Mario le pregunta cómo le ha ido y Carolina dice:
- Sobreviviendo. -Pero luego se rectifica, cambia el tono de su voz y dice- Bien, me va muy bien.
- OK.
Mario se siente muy mal por todo esto. Se levanta del sillón con dificultad. Sostiene el inalámbrico con ambas manos y camina hasta quedar parado frente a su ventana.
- Quería saber si podíamos vernos uno de estos días. Ya sabes, como amigos.
- ¿Cuándo?
Hay una pausa que se prolonga. Mario siente un sabor amargo en la boca.
- ¿Puede ser mañana?
- Mañana, claro...
Siente que una acidez asciende por su esófago. Se apresura al baño y cierra la puerta. Se arrodilla frente al escusado. Sigue con el teléfono en la mano, intenta vomitar pero no puede.
- ¿Y tu novio? -pregunta, entre frases sin sentido de Carolina.
- Trabajando.
Las ganas de vomitar desaparecen.
- ¿Dónde trabaja?
- En Plaza Vea...vestido de amarillo.
- Ya.
Después de unos minutos.
- Creo que tengo ganas de vomitar.
- ¿En serio?
- Sí, estoy arrodillado frente al water.
- Vaya, te he llamado en mal momento.
- No, no te preocupes.
- ¿Y por qué no vomitas?
- Ya pasó.
Después de un rato:
- Mario, quiero salir contigo pero me da miedo lo que pueda pasar.
- ¿Por qué?
- Quiero que seas mi amigo.
- Soy tu amigo.
- Sí, pero... no quiero seguir haciéndole esto a Renato.
- Tú nunca lo ves.
- Sí lo veo, es sólo que, la relación que tengo con él es rara.
Pausa.
Mario dice:
- Si tú lo abandonas, yo te abandonaría.
- QUÉ.
- Ya sabes. No tendría gracia.
- De qué hablas.
Mario empieza a lamentarse:
- Sí, ya sé que no entiendes, yo tampoco lo entiendo. Mierda, no sé qué cosas digo.
Y en seguida:
- ¿Qué pasó el jueves?
- Lo siento, de verdad no sé. Me he sentido muy mal desde entonces...
Carolina enmudece.
- Estuvo bien -dice Mario.
Pausa.
En seguida, Carolina:
- No sé qué te pasa hoy.
Mario apoya un codo en el borde del escusado y cierra los ojos.
- Es cierto, no me siento muy bien hoy. Será mejor que nos veamos otro día.
Cuando han cortado comunicación, las nauseas regresan y Mario vomita el yogur de esta mañana, el pan con jamón y queso y la ensalada de frutas de anoche.
Sé que en un año me voy a reír de esto, piensa Mario mientras camina por el departamento. Descarta la idea de comer y prepara un café con leche, pero en seguida siente un ardor en el estómago y decide dejarlo. De pronto el chihuahua de su hermano camina por la habitación, con sus cuatro patas apenas rozando la alfombra. Mario se acerca. El chihuahua lo mira apuntándolo con un par de ojos saltones, ennegrecidos por legañas. Sé que va a ser muy complicado, piensa. Las cosas siempre son así.
Cambia de pensamiento: poner la correa, buscar sobretodo, sacar pipa y moño. Estirar la espalda formando una u invertida. Algunos músculos, cubiertos de carne, se tensan. Saca a pasear al perro. Lo hace arrastrando los pies mientras camina, dando pasos largos, perdiéndose por calles de Surco que no conoce. Muy pronto ha encontrado la carretera Panamericana, que atraviesa la ciudad en dos, y camina en dirección opuesta a su casa. Entra en un pasaje y descubre el César Vallejo. No sabe cómo ha llegado hasta allí, y reconoce el parque, que es grande y está lleno de gente. Hay un montón de enfermeras con ancianos en sillas de ruedas, empleadas del hogar bien uniformadas con niños de la mano. Hay de todas las edades. Unos van en carritos con pedales, o triciclos, y otros más grandes van en bicicleta. Luego hay un hombre en terno que está de paso, o parejitas que van de la mano, mamás jóvenes que salen a pasear con sus hijos. Una vez que Mario entra al parque se siente ridículo. No se ha bañado, por lo que lleva el pelo pegado en la cabeza.
- ¿Sabes cómo llegar a Caminos del Inca? -La chica a la que Mario le pregunta es rubia, tiene el pelo amarrado en una media cola y necesita acercarse a él y sacarse los audífonos para poderlo escuchar.- Caminos del Inca, ¿sabes dónde está Caminos del Inca?
La chica está sentada frente a la fuente, donde hay una estatua de César Vallejo de metal, y parece divertida con la pregunta de Mario. Lleva un polo blanco y un buzo gris. Es uno de ésos buzos que se pegan al cuerpo, y Mario se distrae un tanto con aquellas piernas cruzadas entre sí.
- Estás un poco lejos. -En seguida la chica se reincorpora- Tienes que caminar en esa dirección -señala un par de árboles y una calle.
Mario asiente y en seguida continúa su camino. La chica se vuelve a poner los audífonos y continúa leyendo una especie de revista. Mario piensa cosas como: sé que en un año me voy a reír de todo esto, me voy a reír de ti, de mi familia, de este jodido perro chihuahueño.
Camina en dirección a su casa. Se aleja del César Vallejo y sus niños. Retoma una calle que no visitaba hace tiempo, donde hay un par de bodegas y un edificio grande, parecido a una residencial. Cruza miradas con un par de chicas de 15 ó 16 años. Las chicas sonríen. Mario piensa que dentro de todo, olvidar a alguien es fácil. Muy fácil. Pronto voy a olvidarte, piensa, no porque quiera hacerlo. Sino que esta vida está hecha para vivir y correr. Y por más que uno quiera quedarse con alguien, el amor se convierte en algo terrible. Cuando tienes a la persona que amas, el amor se estanca. Cuando pierdes a esa persona, o te abandona, tiendes a idealizar. Pero todo en esta vida pasa. Todo muere. Por eso voy a olvidarte. Porque es la regla, y nada más.
Estoy en el parque César Vallejo con Carolina. Es casi de noche y los postes de luz aún no se han encendido. Tenemos las miradas desechas por no saber qué decir. Preferimos no ir a ningún lado y caminar, y conversar. Pero los temas sobre los cuales podemos conversar se desgastan tan rápido que ahora ya no sabemos qué decir, y me siento terriblemente incómodo. Pienso en aquel libro: American Pycho, y pienso en la canción: “No te enamores nunca de aquel marinero Bengalí”.
El parque está a oscuras y decido fumar:
- ¿Quieres?
Carolina me mira. Tengo el pelo hecho un lío (no me he bañado en días) y Carolina deja de mirarme a los ojos y fija su mirada en el pedazo de wiro que tengo prendido entre mis dedos, y pregunta:
- ¿Eso es... marihuana?
Arrastrando las as.
- Exacto.
Creo que lo he arruinado. Estoy casi seguro de que no volveré a ver a Carolina nunca más. Decido que no importa, y sigo fumando, sin más remedio, por el resto de mi vida. Así que muy pronto moriré de cáncer al pulmón. Y Carolina me mira. Estoy casi seguro de que tengo cáncer al pulmón. Todo los días aprieto mi espalda buscando posibles tumores. Miro fijamente a Carolina. Se lo cuento. El parque sigue en una total oscuridad. Lo único que se puede ver a kilómetros de distancia es la punta de mi cigarro encendido, mientras sigo botando humo de mi boca como un loco. De pronto me doy cuenta de que debajo de mi sobretodo marrón llevo lo mismo que he usado para dormir desde hace tiempo: un polo amarillo que dice: “Yo voy al Juanito, ¿y tú?”, con letritas amarillas, verdes y rojas, un buzo negro, medias blancas y sandalias. ¿Es que me he vuelto loco? ¿He perdido la razón? ¿Tú qué crees?
- ¿Siempre fumas?
- ¿Qué cosa?
- Marihuana -otra vez, prolongando las as.
Como si se tratara de eso, de prolongar las as.
- La verdad sí.
Carolina se queda callada. Tiene que oler una vez más esa cosa antes de que Mario la guarde. Mira con atención su aspecto. Está hecho un desastre. Su amiga tenía razón, ese chico se enamoraría hasta de una escoba si le diera una oportunidad. Está acabado. Es como en aquella película...
- ¿Tú qué piensas? -dice Mario- ¿el atentado del 11 de setiembre del 2001 fue complot americano o ataque terrorista? ¿o las dos cosas?
- Estas drogado.
Mario se queda callado.
- Sí, es cierto -dice, después de un rato.
Carolina se incomoda. Mira con tristeza el parque, y los árboles, ennegrecidos hasta la más mínima expresión. Convertidos en monstruos alucinados. Piensa en su casa, en Breña, queda tan lejos de aquí. Y pensar que Mario la convenció de venir con tan solo una llamada.
- Deberías fumar alguna vez -dice Mario, ahora con los ojos brillosos.
- ¿Qué dices?
- En serio, ayuda a mejorar las ideas.
- Yo no necesito nada para mejorar mis ideas.
Mario mira el asfalto húmedo por la neblina. Siente un frío estremecedor. Se vuelve a preguntar por qué ha salido así de casa. Trata de recordar qué ha estado haciendo estos días, y no puede. Sabe que ha estado metido, encerrado en su cuarto. Sabe que ha fumado, que algunos amigos lo han visitado y lo han tratado de animar sacándolo a tomar al parque. Ha tomado ron. Droguerto trajo whisky. Sabe que ha tomado pisco, o tequila, o algo que se toma con un poco de sal sobre el borde de la mano, pero sin limón (¿o era cocaína?) y el caso es que no lo recuerda. De pronto tiene una iluminación, y se da cuenta que lo que debe hacer con Carolina es abandonarla y confesarle que no la quiere. Que nunca la quiso. Que todo lo que hizo este tiempo fue actuar como un jodido niño-enamorado-y-desilusionado-del-amor, y que lo único que pretendió todo este tiempo fue enamorarla y después abandonarla. Como lo hicieron con él. Una especie de ciclo que tiene que cumplirse.
Pero en lugar de eso, Carolina y Mario se ponen de pié y caminan en dirección a la casa de Mario, y él camina dando tumbos, y arrastrando los pies por la vereda y el asfalto.
- Ahora sé por qué paras así en clase.
- Ya sabes mi secreto, ahora tendré que matarte.
- O sea que es verdad. Eres un dealer, ¿lo de escritor es una especie de cortina de humo?
Mario se ríe.
- Definitivamente, tendré que matarte.
Carolina frunce el seño. Mario piensa que nunca antes la había visto así. Que es mucho más linda molesta, indagando si él es lo que ella piensa que es.
Lógicamente, Mario es lo que es y nada más.
- ¿Eres lo que dices ser o no?
- Claro que sí. Dios...
Yo estaba dormido cuando llegó Carolina. Era viernes. Me despertó el timbre. Estaba perdido en un sueño. Cuando contesté la vi por el intercomunicador. Su cara se deformaba haciéndola ver cónica y azul. Ella dijo:
- Con Mario, por favor.
- Carolina, sube...
Apreté el botón con el que la reja de abajo se abrió. Abrí la puerta y busqué mi sobretodo marrón. Me tendí sobre el sillón y Carolina no demoró en llegar.
- Hola.
- ¿Cómo te va?
- Qué bonito tu departamento.
- Gracias.
Celebró la conducta de mi perro. Yo le advertí que aquel perro chihuahueño (chihuahua, me corrigió ella) era un maldito maricón. Ella me preguntó por qué decía eso.
- Es que lo es.
- ¿Por qué dices eso?
- Porque lo han castrado.
Carolina asintió.
- En fin -dije- ¿quieres algo de comer, de tomar?
- Un vaso de agua, quizá.
- OK.
Ella vestía un jean azul que le quedaba de verdad muy bien, aquella camisa a cuadros, otro polo color negro, parecido a cualquier polo color negro, una casaca marrón y una bufanda a cuadros. Llevaba otra vez aquellos lentes de montura gruesa, negra, que intentaba dar una apariencia tal vez intelectual.
Le extendí su vaso con agua. Cogí el cereal de mi hermano y agarré un puñado de hojuelas de maíz azucaradas y empecé a comer una por una, como quien saca pétalos a una flor. Carolina me miró. Yo me apoyé contra la refrigeradora amarilla, un tercio más baja que yo, intentando adivinar sus pensamientos.
- ¿Estuviste mucho rato esperando allá abajo?
- Unos diez minutos...
- Lo siento, estaba dormido.
Carolina le dio un sorbo a su vaso con agua. Luego caminó arrastrando los pies por toda su habitación, hasta llegar a la ventana por la que se ve parte de la ciudad (vivo en un noveno piso) y luego dio media vuelta, como desfilando por una especie de pasarela imaginaria, y se sentó al borde de la ventana. La televisión estaba prendida y por allí pasaban el informe noticiero de la tarde.
- Son más de la una, ¿no quieres nada de comer?
- Comí antes de venir. Últimamente duermo hasta tarde y tomo desayuno a las once.
- Igual que yo -dije, preparándome un pan.
- Almuerza tú, si quieres.
- Este es mi almuerzo -dije, comiéndome el pan.
Carolina sonrió.
- ¿No hay nadie en tu casa?
Asentí. Le di un mordisco a mi pan. Terminé de masticar y le dije:
- Nunca hay nadie aquí hasta las cinco, solo este jodido perro chihuahueño y yo...
- Chihuahua -corrigió Carolina.
- Es igual.
- ¿Por qué lo odias tanto? -me preguntó, después de un rato.
- No lo odio -le dije, negando con la cabeza.
Después de comer el pan, me acerqué hasta donde estaba sentada Carolina. Ella me miraba otra vez con aquella expresión, aquellos ojos.
- Entonces, ¿no almuerzas? -me preguntó.
- Me dejan algo de dinero para comer. Prefiero quedarme con la plata, a veces me como un sándwich en algún sitio.
Carolina se fijó en mi pijama. Me preguntó si era con eso con lo que dormía. En seguida rió. La imagen de la chica de rulitos desapareció momentáneamente de mi cabeza. Dijo que tenía una mancha. Puso su mano sobre mi cuello. Yo le dije que ella también tenía una mancha, señalé su camisa y subí mi dedo hasta su nariz.
- No me hacían eso de que estaba de este tamaño -dijo, haciendo una expresión, con la palma de su mano más o menos a la altura de mi ombligo.
- No hace mucho tiempo, entonces -dije.
Carolina empezó a hacer sonidos extraños, como gruñidos. No quería besarme. Pese a todo me acerqué (no tenía nada que perder) y la abracé. Fue un abrazo que, creo, Carolina aceptó después de todo. Y besé su cuello. Supongo que aquellos sonidos extraños eran de incomodidad, o algo muy parecido a la incomodidad. Después de eso, decidí dejar en paz a Carolina.
Oto-ño (un pequeño flash back)
Caminábamos la chica de rulitos y yo uno de aquellos meses que pasamos juntos (fueron meses que se esfumaron demasiado rápido, confundidos entre calles desoladas o parques alrededor de toda la ciudad) el caso es que aquella vez nos alejamos por el malecón de Barranco, casi llegando a Chorrillos, tomados de la mano, sin importarnos siquiera lo que podría pasar (o lo que estaba a punto de pasar) y estábamos abrazados, lo recuerdo, caminando por Pedro de Osma, con sus árboles altos y frondosos, indestructibles, mientras caían de allí pequeñas semillas tierrosas que pisábamos. Nos preguntamos si lo que estábamos haciendo estaba bien, si lo estábamos arruinando.
Tú dijiste que todavía eras joven, muy joven (tienes la misma edad que yo, disculpa que te lo recuerde) que todavía te quedaban muchos lugares por conocer, muchas personas con las cuales estar. Dijiste algo como que me estabas separando para después, como cuando comes un pan con mantequilla y te guardas la mejor parte para el final. Eso dijiste. Yo te pregunté si me estabas comparando con un pan con mantequilla, y no me respondiste, nada más seguiste tu camino.
Así pasaron los días. Algunas veces, cuando salíamos de la universidad, nos alejábamos caminando y tomábamos café en el Starbucks del Óvalo Gutiérrez o en un Dunkin` Donuts. Luego nos perdíamos, por ejemplo, en San Isidro, por el Olivar, y tal vez si llegaba la noche y nos atrapaba besándonos, una cosa llevaba a la otra. Siempre hablábamos de tus planes. Decías que querías ser pintora. Una de las pocas veces que fuimos a tu casa siendo enamorados, me llevaste a tu taller. Era un cuarto pequeño, en el último piso. También recuerdo haber estado allí de muy niño. Había un lienzo. Manchas de pintura en el piso. Algunos cuadros tenían algo de talento. Sin embargo, lo mejor eran los bocetos a escala y apenas algunas cuantas pruebas en cartulina regadas por el piso. Algunas a carboncillo. Había un libro “Dias distintos”, escondido en un cajón. Y una cajita de fumar OCB negra que te compré hace tiempo porque querías fumar.
La cosa es que un día, en vacaciones, después de un fin de semana sin tener noticias de ti, me angustié sin ningún motivo (es verdad) y te llamé a tu celular. Después de dejar timbrar el aparato un par de veces, decidí salir a tomar aire. Sin poder aguantar la ansiedad, otra vez te llamé. Fue cuando contestaste. Me noté ofuscado (soy un tipo que no logra controlar sus sentimientos) y tú dijiste: hoy no puedo, mañana sí.
Al día siguiente enviaste un mensaje y nos encontramos en Miraflores. Después de tres días sin verte supe que el encuentro sería gratificante. Me dejaste esperando como una hora en la puerta de un taller de manualidades al que entraste, nunca logré entender por qué. Apenas te vi, crucé la avenida y te abracé (yo había estado parado esperándote, y terminé frente al quiosco de la esquina en el que un periódico chicha rezaba: “Los OVNIS invaden Lima”) y pegaste tu rostro contra mi pecho, y nos besamos. Nos demoramos en iniciar el trayecto: una vereda cubierta de hojas de otoño sin barrer. No tenía la más remota idea de que ese día me ibas a terminar. Tenía un vago presentimiento de que las cosas andaban mal, pero nunca me imaginé que ese mismo día me ibas a terminar. Se podría decir que estábamos en nuestro mejor momento. Cuando me lo dijiste ya era de noche, y estábamos caminando por Comandante Espinar. Tú estabas hablando de cosas que no podíamos hacer como una pareja normal.
- ¿Cómo qué cosas? -te pregunté. Estabas parada en las gradas de una escalera, y te tenía abrazada por la cintura.
- Como ir los domingos a mi casa.
Entonces pensé que era estúpido. De verdad, era muy estúpido. (Lo último que yo hubiera querido hacer sería ir a tu casa los domingos).
- Lo único que importa es que nos queremos -te dije, pero luego me di cuenta que ya lo habías decidido. Dijiste que no se trataba de eso. No estabas cómoda. Tal como iban las cosas lo único que faltaba era una explosión nuclear. Cuando en la casa de la chica de rulitos se dieron cuenta que salía conmigo, le reprocharon: hijita, qué tienes en la cabeza. Eso era todo lo que le decían. ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Qué tienes en la cabeza? Y yo no me puedo jactar de haber pasado por lo mismo, porque en mi casa yo nunca dije nada. Quizá mis padres hubieran reaccionado igual, no lo sé.
- Entonces hay que separarnos -le dije.
Estábamos sentados en el Óvalo Gutiérrez. La chica de rulitos me miró achinando los ojos, pensando que quizá mañana más tarde se iba a arrepentir enormemente de todo esto. Lo estaba arruinando. Pero la verdad era que todo ya estaba arruinado de por sí. Una vez que terminamos, no nos dijimos ni adiós. Y las cosas en mi vida se volvieron lo que ahora son.
- Mario -dice Carolina, tomándome del brazo.
- ¿Qué pasa?
- ¿Adónde te fuiste?
La luz se colaba por la sala-comedor entre persianas amarillas por el uso. Carolina se movía de un lado a otro, abrigada con una bufanda, lista para salir, previniendo el frío del invierno actual.
- Por un momento pareció como si te hubieses ido.
Mario se reincorporó, miró su regazo
- Nada, es solo que estaba pensando.
Carolina se acercó hasta quedar parada junto a él. Metió los dedos entre el pelo de Mario, rebuscando sus ideas.
- Pensando en quién.
- Nada más estaba pensando.
Ambos se quedaron callados. Carolina se sentó al borde del sillón y contempló lo que se podía ver de la ciudad por la ventana de Mario, aún teniendo las persianas a medio cerrar. Un sentimiento de convalecencia los inundó a los dos por un segundo, pero continuaron hablando.
- Uno no puede escapar de los recuerdos -dijo Mario-, menos si son buenos recuerdos.
Carolina asintió.
- En fin, habíamos quedado en salir ¿no?
Se pusieron de pié. Mario llevaba su sobretodo. Se le adelantó a Carolina y le abrió la puerta. Cuando estuvo a un centímetro de su rostro, Mario la besó.
- ¿No vamos a sacar a pasear a tu perro?
- No, claro que no, es muy aburrido.
Droguerto se ríe. Estamos sentados en algún lugar de la ciudad, no podría precisar exactamente dónde, nada más logro percibir la Javier Prado, todos ésos automóviles avanzando a través de la noche, un río de luces amarillas que logro percibir en la ebriedad. Miguel y yo nos miramos. Droguerto está apoyado contra la baranda del puente. Mira aquel río de fuego, entre las demás luces de la ciudad que se confunden con la noche.
- ¿Cómo será la caída? -pregunta.
- He escuchado que el miedo consiste más en tirarse que a caer -le digo.
No estoy muy seguro de cómo llegué allí. Intento preguntárselo a Miguel pero él está discutiendo algo con Droguerto. Ambos están muy pasados. Intento refrescar mi memoria pero lo último que recuerdo es un parque en la zona más residencial de la Victoria, cerca a la cuadra ocho de Canadá, lleno de árboles muertos y pasto cubierto de tierra, con una banca en buen estado y otra apoyada con un par de ladrillos. Una negra con el pelo teñido a la que le solemos comprar al por menor.
Droguerto y Miguel siguen discutiendo. Ha pasado media hora. El tráfico se ha tranquilizado un poco. Abajo nuestro, en la vía expresa, los automóviles parecen insectos alucinados. Luces rojas y amarillas avanzando sin importarles nada en este mundo. De pronto me siento angustiado. Mis dos únicos amigos están peleando. No entiendo muy bien de qué se trata. Pero podría jurar que es por alguna chica que viste de negro y escucha canciones inéditas de Andrés Calamaro todo el día. Es el único tipo de chica que existe para Droguerto y Miguel. El caso es que ambos están empujándose el uno al otro para ver quien cae primero. Y yo me imagino el cadáver de uno de ellos tendido sobre la pista causando un choque múltiple y dejando a varios heridos en emergencia esta noche.
El caso es que luego de un rato caminamos por la avenida Benavides dando tumbos mientras se hace cada vez más tarde, y poco a poco nos alejamos de la Javier Prado. Llegamos a lo que es el parque Reducto. Deben ser las once y media de la noche. No me acuerdo de nada, pero estoy seguro de que hemos empezado temprano hoy.
- ¿Cuántos años tiene?
Todo resulta muy confuso. Mientas caminamos, la ciudad da vueltas y vueltas. La neblina ciega nuestro camino de regreso y nos hace avanzar a tientas por la calle. Ninguno se anima a tomar un micro, o un taxi, por lo que seguimos caminando.
- No es nada más que algo platónico.
- Qué bueno que lo tomes así -dice Droguerto, que está fumando algo. No me doy cuenta de qué es, pero se lo pido y fumo. De pronto me siento muy mal y me doy cuenta que he bebido pisco (siento ese sabor en mi boca) y me tengo que arrodillar, y todo da vueltas. Escucho que Miguel dice:
- Y estaba ella allí. Era una chica de unos dieciséis o dieciocho años, sentida boca arriba en el diván. Su dentista era un chico moreno de bata celeste, y llevaba una de ésas cosas que se usan para cubrirse la boca. En fin, era hermosa...
- Y tu dentista también.
- Ella es diferente.
- ¿Por qué? ¿Es especial?
Miguel se ofusca. Yo intento reponer mi estabilidad, sentado al borde de la pista, pero no puedo. No lo logro hacer. En seguida Miguel dice:
- Cuando una chica viene y te toca así la boca...
- Es tu dentista huevón.
- Y eso qué tiene que ver.
En el fondo la discusión conlleva un trasfondo muy claro. No me siento muy bien hoy, por lo que no digo nada, y mi dos únicos amigos siguen peleándose por una chica que a lo mejor no le importa nada. Tomando en cuenta que es una chica que se viste de negro y escucha canciones inéditas de Andrés Calamaro todo el día.
- ¡Carajo! ¡Carajo! ¡Otra vez con lo mismo! ¡Qué tendrá que ver Paty con todo esto!...
Las ilusiones herradas. Pobre Miguel. Es tan ingenuo. Pobre Droguerto. Es tan drogo. Una nube cae sobre la ciudad tapando la visión total del cielo, ocultando la luna...
- ¡Mario!... ¡Mario!
Me llevan en brazos. Estoy en la puerta del edificio, pero no logro entrar. Mi cabeza cuelga del cuello. Droguerto y Miguel dicen que entre pero no logro entender. Me siento terriblemente cansado. Por alguna extraña razón, solo logro articular palabras para decir cosas como: ¡mierda! ¡la vida es una mierda!. Y cuando atravieso el umbral de la puerta, mis amigos me dicen adiós, y amanezco acurrucado en el estacionamiento del edificio junto a un Munstand negro, sin saber cómo he llegado allí.
- ¿Y qué te dijo? -le pregunta Carolina a Mario, mientras regresan por el camino indicado, del parque César Vallejo a la casa de él, atravesando calles, casas, puertas, edificios.
- Nada importante.
Mario camina moviendo ambos pies con descoordinación.
Carolina, en cambio, camina segura y sobria.
- Fue horrible -confiesa Mario, ocultando su rostro entre los brazos.
Carolina lo abraza. En seguida continúan caminando, y le pregunta:
- Vamos, qué pasó.
- Me contó que estaba bien. Me habló de que a su profesor de inglés le sacaron los testículos...
Carolina y Mario hacen una mueca de terror y continúan caminando.
- Luego dijo que estaba bien. Que tenía todo bajo control. Eso lo dijo en inglés. Le pregunté si seguía pintando y ella me dijo que no. Dijo que ahora hacía todo tipo de cosas. Dijo que estaba haciendo un collage.
Mario saca la lengua.
Entonces Carolina piensa que a Mario se le ve gordo, sucio, todo desarreglado, y con ese sobretodo que parece volar con la fuerte brisa de invierno.
En seguida Mario dice:
- Es una zorra...
- ¿Qué?
- Digo que es un zorra. Hacer un collage, Dios... ¿a quién se le puede ocurrir?
- De qué estás hablando.
- Ya sabes. Ahora mismo me la imagino sentada al borde de la cama de sus papás, pegando papelitos sobre una hoja de cartón pensando en cuántos tipos se levantó este fin de semana.
- Vaya, qué prejuicioso eres.
- Hablo con la verdad, Carolina.
Mario empezó a reír.
- Es curioso -dice Miguel, sorbiendo saliva acuosa por la nariz.
Estamos en un parque por la Victoria. La noche se ha puesto pesada. Los chicos, un niño de unos quince años llamado Cobra, Droguerto, Miguel y yo, conversamos ávidamente, casi eufóricos. Fumamos wiros y bebemos ron. La negra con el pelo teñido de amarillo desapareció por una calle desierta. Es una negra gorda, fofa, que camina con las piernas hinchadas, a punto de reventar.
- ¿Qué cosa es curioso? -le pregunto después de un rato, cuando Cobra ha prendido un cigarro enorme de algo que, espero, sea más marihuana.
- Las mujeres -dice-, a veces andas detrás de uno. Siempre andan detrás de alguien. A veces pienso que su vagina no les deja pensar.
- Es cierto -digo-, las mujeres tiene un serio problema con su sexo.
- Freud dice que es algo que tiene que ver con el pene.
Cobra lanza un a carcajada y su wiro (o pistola de PBC) que está casi a la mitad. Droguerto, que habló de Freud, está sentado junto a él y se asusta.
- Bueno, la cosa es que las mujeres tienen estas ganas terribles, descontroladas, de tener un pene. Yo le llamo: necesidad de cariño fálico. Es tan simple...
- Ohhh -exclama cobra- ustedes son muy machistas.
- No, Cobra -dice Miguel-, no somos machistas. Hablamos con la verdad,
- Somos las personas más honestas que existen -le digo.
- Y nos han hecho mucho daño las mujeres.
- ¿En serio?
- Mucho -dice Droguerto, sacando algo de su bolsillo.
Unas inhaladas. Alrededor nuestro el invierno, devorador de animales, se hace presente. Nos invade el frío y las paredes, carcomidas por la humedad, lucen aún las pintas de las barras bravas de la Victoria. Empiezan a caer gotas de lluvia parecidas a pequeñas inyecciones de vidrio. Pronto, nos hemos acabado el ron y seguimos conversando.